Desde
la Neurociencia se considera que las personas más resilientes tienen mayor
equilibrio emocional frente a las situaciones de estrés, soportando mejor la
presión. Esto les permite una sensación de control frente a los acontecimientos
y mayor capacidad para afrontar las situaciones difíciles y estresantes.
Algunos
autores, más del ámbito biológico, incluyen en su definición de resiliencia el
hecho de que esta se manifiesta también a nivel biológico, neurofisiológico y
endocrino, en respuesta a los estímulos ambientales (Kotliarenco, María
Angélica y Cáceres, Irma. 2011).
La
investigación neurológica ha demostrado que tales evocaciones del trauma y
estrés se generan con activaciones autónomas de diversas partes del cerebro, en
especial las de la memoria y las de vigilancia, es decir, con activación en
diferentes áreas del cerebro tales como los núcleos de la amígdala, el lugar
azul o locus cerúleo, el hipocampo, y luego el neocórtex.
Es
la dualidad mente-cuerpo, en el que ambos se retroalimentan y expresan, de una
u otra forma, la respuesta del individuo en una situación estresante o de
sufrimiento.
El
sufrimiento psicológico va a provocar en el sujeto modificaciones bioquímicas
que son perceptibles en los análisis, principalmente el cortisol está vinculado
con un incremento de la vigilancia o el estado de hiperalerta, así como de la
atención focal. El exceso de cortisol implica: déficits en el desarrollo, la
reproducción y en respuestas inmunes adecuadas. Esto explicaría (al menos
parcialmente) lo observado en gente sometida a estrés intenso o de larga
evolución: disminución del pensamiento asertivo, menor creatividad y
proactividad, frecuencia de ideas estereotipadas (repetición de esquemas), así
como disfunciones sexuales.
En
síntesis: el cortisol atenta contra la resiliencia. Fortalecer nuestra
resiliencia también repercute por tanto en el estado de salud física.