Empatía por encima de todo. Ponernos en el lugar del niño para poder
sentir lo que él siente. Bajarnos a su altura e intentar acercarnos a su
percepción de la vida en cada momento, sin minimizar sus sentimientos sólo
porque sea un niño. Aprender a reconocer y valorar sus peticiones para
distinguir si son reales o esconden otra necesidad, quizás de atención o
cansancio.
Decir que no de formas alternativas, como por ejemplo hablando en positivo: en
vez de no le pegues al perro, podemos decir al perro se le hacen caricias, por
ejemplo. Evitar ambientes de peligro en los que tengamos que controlar en
exceso al niño es sin duda una decisión acertada: en vez de llevar al niño al
salón de tus padres que es una exposición de cristalería y figuritas delicadas,
opta por quedar con ellos en el parque directamente y todos más relajados.
Tratarlo de tú a tú. Hablamos de una relación horizontal en la
cual todos somos personas, unas más pequeñas, otras más grandes. Pero todas
merecedoras del mismo respeto. No le hagas a tu hijo lo que no te gustaría que
te hicieran a ti. No le ridiculices, ni le grites, ni le subestimes. Escúchale,
sé paciente y envuélvele de cariño. Seguro que entenderá mejor lo que le tengas
que decir si hay una sonrisa y un abrazo de por medio.
Disciplina razonada. Las normas existen y los límites también, pero
con cierta flexibilidad. El día a día nunca es igual y dentro de la rutina hay
espacio para las excepciones. Si un día el niño quiere quedarse un rato más en
la bañera, seguro que no nos trastornan tanto 10 minutos de retraso a cambio de
un poco más de juego y diversión. Razonar siempre si lo que piden se les puede
dar, a lo mejor modificando algún punto. Ceder si no hay peligro o problema no
es malo, pero siempre razonando el porqué.